EL AMOR, BALSAMO DEL ALMA


Con los años, vuelve uno a recordar pasajes gratos de  la infancia y de la juventud, que sirven de alivio para los dolores del alma que, como en el cuerpo, ocasional e inevitablemente  se presentan durante nuestra existencia, pero el tiempo, que todo lo cura, se encarga de hacerlos desaparecer, porque nada es eterno en el mundo, como pregona  la canción. Hace pocos días, en uno de esos ratos en que para huir de la angustia existencial que a veces acosa a  los humanos,  decidí suspender mi actividad volitiva, y dejar que los recuerdos se activaran como aquellas entidades que en los cuentos de castillos encantados cobran vida y se incorporan con las primeras sombras de  la noche. No sé en qué momento, ni de qué manera, tuve presente el recuerdo vívido de Silvia. Me había transportado a mediados del siglo pasado y recordado su piel bronceada, sus manos angelicales, sus ojos grandes color verde mar, su cabello rubio, que apenas le tocaba los hombros, su risa y su sonrisa encantadoras; sus estruendosas carcajadas corriendo por el jardín, mientras arrancaba las chocolatas, huyendo de mí, mientras no era yo quien huía de ella, en un constante ir y venir por el jardín de nuestras residencias contiguas en un barrio de Barranquilla, a donde fui a vivir con mi tío Elías Fuentes París, por una corta temporada, luego de la muerte prematura de mi tía Lolita, quien tuvo la entereza y el valor que a muchos nos falta, para decidir: “Si no puedo bailar, si no puedo fumar, si no puedo tomarme un vino, mejor me muero”. Y así se cumplió, el último día de 1950, aquí en su ciudad natal, en medio del estupor  y la admiración de sus familiares y amigos.

Los meses que pasé en Barranquilla junto a mi tío y mis primos, fueron días de una felicidad sin límites, sin clases ni horarios, donde sólo vivía para admirar a Silvia, esa niña preciosa de quien estaba prendado porque era lo más parecido a la descripción que yo tenía sobre los ángeles, en ese mundo mágico de la infancia, época durante la cual nos acompañan y comparten con nosotros los ángeles, los gnomos y los duendes, celestiales amigos, compañeros de juegos  y cómplices, a quienes dejamos de percibir cuando los mayores empiezan a atrofiar nuestras innatas facultades extrasensoriales, censurando con rudeza nuestros encuentros y charlas con esos seres para ellos extraños.

 Apenas contaba con seis años y ya estaba enamorado del amor, encarnado en Silvia. Pero, -siempre hay un pero-, para ser honesto con esos recuerdos, y para poner de presente a mis amables lectores que no hay dicha completa, debo confesar que mi felicidad en Barranquilla se veía empañada a la hora del almuerzo, en aquellos días en que en casa de mi tío se degustaba el mute, porque para mí era inaceptable que a ese delicioso plato, además del callo los garbanzos, la papa, los macarrones  y las alcaparras, le añadieran repollo. Naturalmente, mi protesta no era escuchada por Ligia, la esposa de mi tío Elías, tan cucuteña como la panadería La Fragancia, de sus hermanos Alfredo y Carlos Diaz Calderón, destacados basquetbolistas de esta tierra.

De Silvia, hoy no se de su vida ni de su suerte, pero vivo agradecido con ese ser quien hoy debe ser la mujer más linda del mundo, -por bella y por buena- que me regaló su amistad inocente y pura, que me dio compañía en un entorno para mí extraño, que me brindó  alegría, que me prestó sus manos cálidas de niña, para sentir por vez primera cómo dos almas pueden vibrar extasiadas en un diálogo mudo, en el que los sentimientos brotan y se funden como energía espiritual que hace vibrar las células del cerebro en un mismo tono de la escala musical, produciendo una armonía que trasciende el plano terrenal y es lo más parecido a la gloria que todas las religiones prometen con fines sociales evidentemente analgésicos.  

Por contraste, y aterrizando en esta aviesa realidad, pienso con pesar en los pobres seres que nunca aprendieron a amar, porque  carecen de sensibilidad para experimentar ese inefable sentimiento, o porque poseen valores equivocados que los llevan por la vida en un trasegar estéril, cual eunucos  espirituales.

(Publicado en LA OPINION. Octubre 30 de 2011)

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