EL BARRIO POPULAR

El barrio Popular o LOS SAUCES, como algunos lo llamábamos, guarda todos los recuerdos felices de nuestra infancia y juventud. Allí crecimos, en la casa contigua a la de Toñita Logreira, con los Mansilla Hernández, los Mora Peñaranda, los Salgar Villamizar, los Villamizar Yanes, los Rodríguez Salgar, los Porras Maldonado, los Corzo Labrador, los Tarazona Montañez, los Molina García, los Diaz Alvarado, los Capacho, los Moreno Uribe, los Suarez, los Villamarín Quintero, los Sayago, los Ibarra, los Neira Rey, los Santos Hidalgo, los Cruz, los Vargas Niño, y muchas otras familias, a quienes ruego excusen mi mala memoria, pues de aquella época a hoy han transcurrido más de 50 años. De esos tiempos felices e irresponsables de la niñez, cuando uno no es más que un “gocetas” para quien la vida sólo tiene presente, resulta inevitable evocar la imagen vívida de Myriam de la Roche, hija de Don Miguel, paseando por las tardes, después de las cuatro, su figura esbelta, su belleza y su frescura alrededor del parque del Barrio en su bicicleta nueva color azul, cuya presencia hacía acelerar el ritmo de nuestro corazón de niño, al ritmo de indescifrables e inconfesados sentimientos.

Aunque suene a lugar común, eran otras épocas, en las que íbamos y veníamos a pie del Colegio a la casa, y de la casa al centro de la ciudad, a cualquier hora, sin pensar en atracos ni en las balaceras, y las peleas no dejaban más secuelas que ojos morados, chichones, y en casos muy graves una nariz torcida. Nuestros padres nos purgaban, por iniciativa propia, año tras año, con aceite de ricino, y luego nos daban durante todo el día citromel. Sólo nos daba gripa común, por lo que apenas nos llevaban al médico cuando nos contagiábamos de tos ferina, sarampión, viruela, o varicela. En Semana Santa nadie trabajaba; las emisoras de radio suspendían sus transmisiones durante toda la semana, y las pocas que se escuchaban sólo radiaban música clásica y música sacra, de modo que era imposible escuchar siquiera una balada y mucho menos un vallenato.

A comienzos de la década del 50, y como quiera que el Colegio Salesiano hacía parte de nuestro entorno, allí nos matriculamos la mayoría de habitantes del barrio en edad escolar, para cursar la primaria, pero casi todos migramos en 1954 para el Colegio La Salle que ese año abrió sus puertas (9 de febrero), a donde llegamos cargando cada uno su pupitre y su asiento, porque el Colegio no los suministraba. Además de llamarnos la atención La Salle porque era regentado por los Hermanos Cristianos, nos permitía ponernos a salvo del particular castigo del profesor Fernández, (si no recuerdo mal su apellido) del Salesiano, quien, con un carácter poco apropiado para la docencia, acostumbraba castigar a los estudiantes hundiendo la descomunal uña de su dedo pulgar en nuestros pectorales, hasta hacernos arrodillar del dolor. Entre los profesores que en La Salle conocimos, además de los excelentes rectores hermanos Benildo Jesús, Daniel, Julio Lucas y Rodulfo Eloy, recordamos de manera especial al profesor Aquilino Durán, viejo recio y curtido en las lides educativas, quien seguramente marcó el carácter de muchos de sus estudiantes por la rectitud y honestidad que comunicaba al hablar. A pesar de su voz de trueno que retumbaba en las aulas, transmitía confianza, conocimiento, transparencia y amor por su oficio. De nuestros compañeros, resultan inolvidables cartucho, tomate, el mocho, el chulo, fruco, la bruja, el calvo, piporote, marranito, pantaleto, el muerto, etc., etc.

Cómo no recordar las excursiones a la toma que surcaba los terrenos aledaños al barrio; el pavoroso incendio que un volador desató en los cañaduzales que existían en los terrenos contiguos al Colegio Salesiano, donde hoy es el Barrio La Ceiba, y la deliciosa avena que para toda la tropa solía preparar doña Marujita (mi madre) acompañada de un banano, o de exquisitas arepas cargadas de abundante queso. A propósito de la tropa que siempre se reunía en nuestra casa, (Angel María Corzo, Orlando Molina, Eduardo Porras, Edgar Santos y Armando Villamarín) a estudiar o a pasar el rato luego de algún evento, recuerdo que después de conocer un reporte de notas en el que Angel María y yo no estuvimos muy afortunados, mi madre resolvió llamarnos “lumbreras”, y esa fue la denominación que mutuamente nos dimos a partir de ese día, hasta que el detalle cayó en el olvido con el paso del tiempo.

Ya en nuestra adolescencia, fuimos testigos y partícipes del “Primer Festival de la Frontera”; jugábamos fútbol en el lote donde hoy está construido el Palacio de Justicia; billar-pool en la gallera El bosque, y los fines de semana era inevitable visitar la tienda de doña Tomasa, caracterizada líder liberal, o la de don Alejandro, en la otra esquina, a donde íbamos a calmar la sed, (o la tusa) con botellas de Costeñita.

Hace pocos días tuve la fortuna y el agrado de encontrarme, casualmente, con el doctor Rosendo Cáceres Durán, quien me comentó sobre los orígenes del Barrio Popular. Cuenta el Dr. Rosendo que el Popular fue creado hacia 1942, y fue el primer barrio construido por el Gobierno Nacional en Cúcuta para la clase media. En sus comienzos fue el Barrio Popular motivo de atracción y novelería por parte de los habitantes de Cúcuta, quienes los fines de semana organizaban paseos familiares al barrio para conocerlo y disfrutarlo, unos a pie y otros, los más pudientes, como la Familia Brahím Sus, contrataban taxi que, por supuesto, en este caso debió hacer dos viajes, para poder trasladar a todo el grupo familiar encabezado por don Isa Musa Brahím y doña Faride Sus, de grata recordación.

En el Barrio Popular nació Radio Guaimaral, la “Chica para Grandes Cosas”, instalada, muy rudimentariamente, en una casa pequeña que al mismo tiempo hospedaba a su propietario, Carlos Ramírez París y a su familia, al costado oriental de una casa grande y ostentosa con forma de castillo, donde posteriormente funcionó el Patio del Tango. Fue allí donde, aún si salir bachiller, y gracias a Trompoloco (Carlos), aprendí a trabajar manejando la consola de sonido en época de vacaciones, para más tarde obtener licencia como locutor.

Cuando en la década del 50, la Colombian Petroleum Company construyó el Barrio Colsag, con marcado estilo norteamericano, se formó una enconada rivalidad con los muchachos de ese barrio, que periódicamente produjo uno que otro “escalabrado”, porque las batallas eran a distancia y con cauchera, en las zonas boscosas que separaban los dos barrios, a no ser que se pactara el desafío entre dos contendientes previamente seleccionados por cada bando, quienes en medio de un círculo formado por amigos y enemigos, se daban “puño limpio”, hasta quedar exhaustos, o hasta que alguno anunciara que se “rendía”, caso en el cual, quedaba rondando la idea del desquite en el alma de los perdedores.

A pesar de que nuestro padre nunca fue adinerado y apenas “colábamos y tomábamos”, pues éramos seis hermanos, la casa en la que crecimos era amplia y acogedora y no tenía ni el área ni el diseño de aquellas que inicialmente construyó el gobierno. Llamaba la atención su solar y su jardín, porque, entre los dos, ocupaban un área mayor que la de la misma casa, en un lote de 600 metros cuadrados. En el solar se alojaban y convivían pacíficamente conejos, patos, gallinas, curíes, palomas, perros, gatos, una guacamaya, y hasta Yopal, un mico traído del pueblo que le dio su nombre. Un poco más adentro, los canarios y loritos de Java. Pero, como siempre ocurre fatalmente, esa pacífica convivencia se vio bruscamente interrumpida, un día, por una aterradora sentencia de muerte proferida por mi madre, en contra uno de los perros, por haber reincidido en su refinado gusto de comer “conejo al natural”, pues la noche anterior había cenado con catorce conejitos recién nacidos. Al final, y ante los ruegos nuestros, respaldados por Edgar, Angel María, los dos Orlandos, Armando y Néstor Miranda, la drástica pena fue conmutada por destierro perpetuo en la casa de Armando Villamarín. Y en el jardín florecían permanentemente 80 matas de rosa, de todas las variedades y colores, sembradas y cuidadas, con especial dedicación, por mi padre. Por todo ello, y merced al carácter festivo de Roberto y Maruja, nuestra casa pronto se convirtió en la sede social del barrio, donde los fines de semana, con los que llegaran, armábamos la rumba, disfrutando de los long-play de La Billos y Los Melódicos, comprados en San Antonio, cuando Venezolanos y Colombianos todavía eran hermanos que no diferenciaban sus sueños ni sus necesidades y, por el contrario, en medio de un natural y rutinario intercambio de mercaderías, de afectos, de historia y de ancestros, todos luchaban unidos por el futuro de sus familias, sin reparar en límites nacionales, ni en estériles patrioterismos.

De aquella época eran las expresiones: “Mijo no salga a la calle así todo desguarambilado, qué dirá la gente”; “Mijo, por qué no va en un momentico a la Antártida y me trae un dulce de platico?”; “Quédese quieto, o le doy un coscorrón”; “Si va a salir arréglese esas greñas.”

También fueron vecinos del barrio, entre otros, los Miranda, los Sanabria, los Cárdenas, los Riveros López, los González Quintero, los Ortiz, los otros Diaz, los Bejarano, los Tribín Mora, los Moure, los Fernández Elcure, los Fuentes Liévano, los Defex, los Arana Chacón, los Chacón Villamizar, las hermanas Mosquera, los Niño Granados, los Riveros López, y llegando a los linderos del Colegio La Salle, los Méndez Camacho. Ah! Imposible dejar de mencionar a las trillizas, tres preciosas niñas cuyo apellido nadie se preocupó por averiguar, porque lo importante era disfrutar de su presencia para poder admirar su extraordinaria belleza, su delicadeza y su encanto natural: sólo recordamos que esos tres ángeles se llamaban, María Cristina, María Victoria y María Eugenia y que cualquiera de los adolescentes del barrio hubiera aceptado morir, luego de recibir un beso suyo.

(Publicado en IMÁGENES, de LA OPINION, Domingo 15 de julio de 2010)

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