EL DECLIVE DE LOS DEBERES
martes 3 de febrero de 2009
Por: Ricardo Urazan Noriega.
Son estos tiempos algo inhóspitos para la frágil y precaria salud de los deberes. Mientras tanto, sus hermanos, los derechos, gozan de una buena forma casi indecente. Quizá en esta anomalía moral de la anemia de los deberes se encuentre una de las claves del más profundo espíritu de nuestra época. Se atrofian los deberes y se hipertrofian los derechos, cuyo número se incrementa sin cesar —ya se distinguen entre ellos hasta «generaciones», se ve que no paran de reproducirse y multiplicarse— y cuyos titulares rebasan los límites de la condición humana para adentrarse en el territorio de la animalidad en general. Pronto serán reivindicados para todos los seres vivos y quizá no esté lejano el día en que les sean conferidos a las rocas y minerales. Y a la vez que los derechos siguen su imparable curso inflacionario, los deberes se comprimen y decaen, hasta el punto de que quizá no esté lejano el día en el que haya que instaurar una jornada mundial de los deberes, en los que, excepcionalmente y sin que sirva de precedente, todos cumplamos al menos uno. Vivimos algo así como la bulimia de los derechos y la anorexia de los deberes.
Los deberes no tienen, como el coronel, quien les escriba. Reivindicarlos y recordar la urgencia de su cumplimiento lo convierten a quien se atreve a hacerlo en una especie de agorero y de aguafiestas en la verbena de la vida. Se les tilda de tipos amargados, sin ganas de vivir, atentos sólo a trasladar a los demás su odio y su resentimiento contra la vida. Como si el deber fuera enemigo de la alegría y de la vida. Como si la vida hubiera crecido y se hubiera elevado gracias a otra cosa que no fuera la exigencia en el cumplimiento de unos deberes impuestos a sí mismos por un reducido puñado de hombres ejemplares.
Recordar los deberes es mentar lo innombrable, las plagas de Egipto todo a la vez. No es extraño que nos apresuremos a reivindicar derechos, cargos y ventajas, cuidándonos escrupulosamente de desprendernos de los deberes, cargas y exigencias que llevan aparejados. «Nobleza obliga» es la máxima más intempestiva en nuestro tiempo. Pues nada incomoda tanto a muchos como el recuerdo de las ideas de nobleza y de obligación. Y quizá no esté su causa más radical en el materialismo y en el hedonismo, que ciertamente algo tienen que ver en esto.
Mientras los derechos son igualitarios y niveladores, porque los reconocemos a todos por igual, los deberes introducen desnivel, rango y jerarquía. Los derechos nos igualan; los deberes nos distinguen. Aquellos son democráticos; estos, aristocráticos. Como alguien recordó, cada cual es hijo de sus obras. Es decir, de sus deberes. Estos nos liberan mucho más que los derechos, que, en ocasiones, nos esclavizan. Olvidamos a menudo que los deberes son el reverso de los derechos y que sin aquellos, estos son pura retórica. El deber tiene mala fama. Sus enemigos han conseguido presentarlo como un ser antipático y hosco, algo así como la quinta rueda del carro de la moralidad, algo sobrante, que estorba. Se pretende que el deber es el resultado de la arbitraria imposición de una autoridad, cuando todo deber nace de la propia conciencia personal y nos reclama la realización de lo que verdaderamente somos. El declive de los deberes conduce a la decadencia de los ideales y al vaciamiento de los derechos.
Publicado por El observador
Por: Ricardo Urazan Noriega.
Son estos tiempos algo inhóspitos para la frágil y precaria salud de los deberes. Mientras tanto, sus hermanos, los derechos, gozan de una buena forma casi indecente. Quizá en esta anomalía moral de la anemia de los deberes se encuentre una de las claves del más profundo espíritu de nuestra época. Se atrofian los deberes y se hipertrofian los derechos, cuyo número se incrementa sin cesar —ya se distinguen entre ellos hasta «generaciones», se ve que no paran de reproducirse y multiplicarse— y cuyos titulares rebasan los límites de la condición humana para adentrarse en el territorio de la animalidad en general. Pronto serán reivindicados para todos los seres vivos y quizá no esté lejano el día en que les sean conferidos a las rocas y minerales. Y a la vez que los derechos siguen su imparable curso inflacionario, los deberes se comprimen y decaen, hasta el punto de que quizá no esté lejano el día en el que haya que instaurar una jornada mundial de los deberes, en los que, excepcionalmente y sin que sirva de precedente, todos cumplamos al menos uno. Vivimos algo así como la bulimia de los derechos y la anorexia de los deberes.
Los deberes no tienen, como el coronel, quien les escriba. Reivindicarlos y recordar la urgencia de su cumplimiento lo convierten a quien se atreve a hacerlo en una especie de agorero y de aguafiestas en la verbena de la vida. Se les tilda de tipos amargados, sin ganas de vivir, atentos sólo a trasladar a los demás su odio y su resentimiento contra la vida. Como si el deber fuera enemigo de la alegría y de la vida. Como si la vida hubiera crecido y se hubiera elevado gracias a otra cosa que no fuera la exigencia en el cumplimiento de unos deberes impuestos a sí mismos por un reducido puñado de hombres ejemplares.
Recordar los deberes es mentar lo innombrable, las plagas de Egipto todo a la vez. No es extraño que nos apresuremos a reivindicar derechos, cargos y ventajas, cuidándonos escrupulosamente de desprendernos de los deberes, cargas y exigencias que llevan aparejados. «Nobleza obliga» es la máxima más intempestiva en nuestro tiempo. Pues nada incomoda tanto a muchos como el recuerdo de las ideas de nobleza y de obligación. Y quizá no esté su causa más radical en el materialismo y en el hedonismo, que ciertamente algo tienen que ver en esto.
Mientras los derechos son igualitarios y niveladores, porque los reconocemos a todos por igual, los deberes introducen desnivel, rango y jerarquía. Los derechos nos igualan; los deberes nos distinguen. Aquellos son democráticos; estos, aristocráticos. Como alguien recordó, cada cual es hijo de sus obras. Es decir, de sus deberes. Estos nos liberan mucho más que los derechos, que, en ocasiones, nos esclavizan. Olvidamos a menudo que los deberes son el reverso de los derechos y que sin aquellos, estos son pura retórica. El deber tiene mala fama. Sus enemigos han conseguido presentarlo como un ser antipático y hosco, algo así como la quinta rueda del carro de la moralidad, algo sobrante, que estorba. Se pretende que el deber es el resultado de la arbitraria imposición de una autoridad, cuando todo deber nace de la propia conciencia personal y nos reclama la realización de lo que verdaderamente somos. El declive de los deberes conduce a la decadencia de los ideales y al vaciamiento de los derechos.
Publicado por El observador
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